al-Ḥamrāʼ

¿Has escuchado alguna vez eso de que cuando tienes muchas ganas de viajar a algún sitio, es porque allí te está esperando una historia para ser vivida?

No sé si mi historia está por escribir o ya fue escrita y solo estoy esperando a vivirla, pero sé que ese lugar es Granada. Y para ser más exactos, los alrededores de la Alhambra.

Fui hace ya unos ocho largos años, pero recuerdo aquellos tres o cuatro días como magia hecha memoria.

Y no, no es que fuera un viaje romántico, una escapada o algo por el estilo. Fue por un maldito (bendito) viaje de trabajo. India Martínez sonaba en mis auriculares mientras el avión despegaba del aeropuerto de Madrid. 

En aquel momento me acordé de alguien. Dicen que cuando despega el avión te acuerdas de los que verdaderamente te importan. Y allí estaba él, su cara, y la promesa de que le escribiría cuando visitara La Alhambra. Aún hoy sigo pensando que él me hacía falta allí, a pesar del tiempo, a pesar de los años y los daños. 

Escucho aún aquellas canciones que me sonaban en el oído y me viene todo de golpe. Los campos de Andalucía por la ventanilla del avión, Sierra Nevada (valga la redundancia) allá a lo lejos. Como canaria, se me hacía raro no ver el mar.

Aquel hotel de ciudad, típico de la gente de negocios, las calles desconocidas, la aventura de adentrarme sola en un lugar que nunca había pisado. Qué forma de traer todo de vuelta. Qué manera de recordar el sabor del cordero, a leche y a flores, en aquel restaurante donde el camarero era de Tenerife. La feria del libro que había en la calle, cerca de aquella fuente iluminada por la noche. Las cañas de cerveza Alhambra, los callejones cercanos a la catedral.

Qué olor a magia traen todos esos recuerdos, esos ecos de músicas lejanas. El ordenador del trabajo para seguir escuchando a India Martínez mientras me duchaba.

Y aquella noche, ella. La Alhambra. Tan antigua, tan mística, tan fascinante. Salida de los cuentos de Las Mil y Una Noches. Llena de pasillos, de ventanas, de luz. Jardines iluminados por la luna y rodeados de agua. Fuentes, leones, arabescos en cada esquina. Los cuentos de cada habitación, las viejas presencias de sultanes, califas y reyes.

Los jardines del Generalife, la Alcazaba, los palacios nazaríes, las torres de la fortaleza, el patio de los Leones (que estaba en obras en ese momento); cada rincón, cada salón. La imagen que estuvo por años en mi fondo de pantalla.

Por un momento he vuelto allí. Y tengo la sensación que debo volver. A la visita nocturna, a la visita diurna. Porque allí se puede sentir algo que no es de este mundo.

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