Los recuerdos de mi padre

Los mejores recuerdos que tengo de mi padre huelen a verano. A la sal de la piscina de El Pris, cuando me acompañaba hasta el muro para que aprendiera a nadar; a los partidos del mundial en la radio mientras yo me mareaba en el asiento de atrás de aquel Ford Fiesta plata; a la mercromina que me tuve que poner en la rodilla una vez que tropecé con una piedra enorme por ir corriendo a buscarlo.

A la música de las cintas de Manolo Escobar y al peluche que llamaba Saturnino, y que ahí sigue, entre sus cosas, que ahora habrá que recoger y guardar.

Al bigote blanco de espuma de cerveza, y al olor a humo de las chuletadas en casa de mi tía.

Mi padre viajó, comió, bebió, vivió. En pasado. Y quizá es lo difícil: aceptar que mi padre es pasado, que ya no veré aparecer su coche por la esquina de la calle y que no me llamará para que le ayude con el móvil.

Tampoco volveré a regalarle perfumes, ni tendré a quién preguntar cuando no sepa qué hacer con mi coche. Ya no abriré la puerta y estará sentado, con La Luchada en la tele y el partido del Tenerife en la radio, ni volverá a aparecer su nombre cuando mi móvil reciba una llamada.

Ya no. Y solo así, en lo que dura un latido, mi padre se fue. 

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